martes, 22 de febrero de 2011

“El Ocaso de una vida”: Los 50 de hoy no son como los de antes

Intersecciones entre cine y cine, o el cine habla de sí mismo.

El Ocaso de una Vida
EEUU, 1950.
Título original: Sunset Boulevard
Director: Billy Wilder
Guion: Charles Brackett, Billy Wilder y D.M. Marshman Jr.
Con Gloria Swanson, William Holden y Erich von Stroheim



Esta vez no voy a hablar de películas más o menos recientes. Me voy a remontar a los años 50, y a un clásico de aquellos que poblaban las tardes de sábado de mi infancia en los 70, en las que la televisión todavía era en blanco y negro. El tema es la muerte del cine mudo y como telón de fondo, el paso del tiempo, el “ubi sunt” latino, ese mitema que nos recuerda la fugacidad de la juventud y de la vida.

Billy Wilder dirigió 27 películas en su larga y prolífica vida, muchas de ellas, clásicos que quedaron en la memoria cinéfila de más de tres generaciones: Una Eva y dos Adanes, Testigo de cargo, Piso de Soltero, Irma la Dulce, La comezón del séptimo año, Sabrina, Amor en la tarde, entre otras. Me gusta mucho Billy Wilder, su capacidad de entretener, su clasicismo a la hora de visitar distintos géneros y hacerlo con elegancia en todos ellos. En Sunset Boulevard se acerca al melodrama desde el policial negro. La película abre con una voz en off, la voz del muerto, que flotando en la pileta de una mansión de Hollywood (la de la calle que da el nombre al film) relata su propia historia. Es decir, es un gran flashback narrado en primera persona desde el Más Allá. Lo mismo hicieron años después Belleza Americana, Sexto Sentido y Los Otros. Más recientemente, una película que conjuga muchos de los elementos que aparecen en El ocaso de una vida es El escritor oculto (2010), de Roman Polanski, quien bajo la apariencia de un thriller político, nos cuenta la historia de un joven y desconocido escritor que busca sobrevivir y al aceptar un trabajo como escritor fantasma de una celebridad, se involucra trágicamente en los oscuros secretos de ésta.

Si el foco en “El escritor oculto” es la política y los intereses cruzados entre Gran Bretaña y EEUU., en Sunset Boulevard, es Hollywood. La película es un discurso sobre el cine, en el que aparecen verdaderos próceres del celuloide: Cecil B.de Mille, Gloria Swanson, Erich von Stroheim y Buster Keaton, haciendo de ellos mismos. El primero, como el director que logra adaptarse a la nueva época y pasar del cine mudo al cine sonoro con relativa facilidad, seguir siendo una luminaria en actividad. Eric Von Stronheim, por el contrario, representa la falta de adaptación, la soledad, la ruptura. Así sucedió también en la realidad. Von Stroheim sólo hizo como director dos películas sonoras. Antiguamente había dirigido a Swanson en 1928, en “Queen Kelly”, pero luego de la llegada del sonido, terminó participando sólo en cameos o papeles menores como actor. Gloria Swanson, cubre el rol de la gran actriz que no acepta el paso del tiempo, la estrella que se niega al olvido y lucha a brazo partido por mantener su juventud, su belleza, y su lugar en el escenario. Sólo tiene 50 años (en la realidad tenía 53), pero su drama y su rostro parecen de más. Claro que en la década del 50 esa edad era percibida como mucho más cercana a la vejez que hoy. (Ejemplos: Demi Moore cumple 50 el año próximo, y Andrea Frigerio ya los cumplió: ¿Podrían por ventura, compararse en algo con Norma Desmond?).

El guion habla, a través del personaje del guionista que encarna William Holden, sobre la dificultad este oficio en Hollywood, y el de Sunset Boulevard podría perfectamente ser su propio escrito. El papel de William Holden había sido ofrecido originalmente a Montgomery Clift, pero dos semanas antes de empezar el rodaje, rompió su contrato por estar él mismo atravesando una relación con una actriz madura mucho mayor que él, quien lo instó a declinar el rol. Luego se ofreció a Fred MacMurray, pero éste no quería interpretar a un gigoló. Se pensó entonces en Marlon Brando pero era un actor demasiado desconocido por entonces y no impresionó a Billy Wilder. Se iniciaron luego conversaciones con Gene Kelly, pero la Paramount no quiso contratarlo. Así que finalmente, casi por descarte, se ofreció el papel a William Holden, quien en los años 40 aún no había hecho grandes films. Wilder no estaba muy convencido, pero la relación profesional que comenzó aquí fue fructífera: luego hicieron varias películas juntos y la carrera de Holden despegó a partir de Sunset Boulevard. También se convirtieron en grandes amigos.

En la película, Joe Gillis (William Holden) es un escritor mediocre, que trata de sobrevivir en Hollywood, y a punto de la bancarrota, debe conseguir 350 dólares para que pagar la renta y que no le ejecuten su auto, que es todo lo que tiene. En ese trance, cae por casualidad en la mansión de Sunset Boulevard, donde Norma Desmond, una estrella del cine mudo, vive recluida con su mayordomo Max (Erich von Stroheim), que había sido también el director que la había descubierto en su juventud y además, es su ex marido. Es él, que la sigue amando, quien le hace creer que el mundo no ha cambiado y que sus admiradores aún la reclaman, enviándole diariamente falsas cartas de adhesión. Ella le encarga a Joe que revise un guion que ella misma ha escrito y sueña con encarnar en la pantalla, con la condición de que se mude a la mansión. Allí comienza el sórdido triángulo. Ni Joe ni nosotros sabemos quien es en realidad Max ni adivinamos hasta el final el grado de su obsesión. La historia nos contrapone la vida que Joe podría tener, con amor, amigos y alegría contra la que lo va entrampando, de oscuridad y soledad de a tres, en la medida en que llevado por la ambición, y luego por la lógica de la situación de la que no puede salir, y de la que en el fondo, quizás tampoco quiere (puede que por debilidad, comodidad o autocompasión), se va quedando en la casa y cediendo a los pedidos de Norma, que conserva los gestos de seducción de su juventud, y mucho de su antiguo histrionismo y carisma, bordeando por momentos el grotesco.

Como todo policial negro que se precie, hay una mujer rubia que lleva a la ruina al protagonista, que se ve involucrado casi contra su voluntad en una historia que le es ajena al principio pero termina siendo propia. Hay sexo como vehículo para acceder al dinero o al poder (en este caso es el hombre quien lo usa). Hay clima de pesadilla, interiores asfixiantes, escaleras, claroscuros y voz en off. En este caso la diferencia es que el hombre no es un detective ni alguien tratando de descubrir un secreto, y la mujer no actúa llevada por un plan cerebral y diabólico, sino por su propia emoción. Allí precisamente es donde reside el melodrama. La tragedia acecha desde el principio. La redención es imposible, adivinamos que todo será un empeoramiento gradual de algo que terminará en muerte. Hay traición, hay complejidad narrativa, hay subjetividad en el relato.

Pero a pesar de tanto elemento del noir, “El ocaso de una vida” es un drama. El drama de un amor desencontrado (el del mismo Joe con la joven escritora Betty y también el de Norma consigo misma, con la que ella es y no con la que fue), de otro amor incondicional (el de Max por Norma), el drama del paso del tiempo inexorable, del acecho de la soledad y la locura. Y más allá del cruce de géneros, una película que vuelve sin sentido la pregunta sobre qué cosa convierte a un film en clásico. Al ver Sunset Boulevard, no quedan dudas de que estamos frente a uno de los más grandes clásicos del cine americano. Vale la pena volver a verlo.












jueves, 6 de enero de 2011

Glee: El trazo grueso desbordado

Intersecciones entre cine y música

EE.UU. Serie de TV, Fox, Temporada 1: 2009. Temporada 2: Actualmente en el aire.
Creadores:
Ian Brennan, Brad Falchuk, Ryan Murphy
Reparto: Lea Michele, Jane Lynch, Amber Riley, Kevin McHale, Cory Monteith, Matthew Morrison y otros



Después de la entrada anterior, que intentaba ser un análisis de las causas del furor por las series de televisión en los Estados Unidos (y en el resto del mundo globalizado, por extensión), me meto ahora con una de ellas, “Glee”.

La primera vez que la ví, incentivada por amigos y familiares depositarios de mi confianza en temas cinematográficos, mi pregunta fue “esto es en serio o es irónico?”
No podía encasillar la serie en ninguna de las dos. Para ser en serio, era demasiado naif, y para ser irónica, era demasiado emocionante… Así que decidí dejar la pregunta entre paréntesis y entregarme a su espectáculo, sin etiquetas ni clasificaciones.

Y si, es inclasificable. Es una comedia musical, pero eso no dice mucho porque no lo es a la manera tradicional, sino que redefine el género. No es una película de colegio secundario americano, a pesar de estar ambientada en uno de ellos. Esto porque los conflictos no son sólo los de los alumnos sino también los de algunos de los profesores. Los personajes están dibujados con trazo bien grueso, aparecen delineados dentro de clichés bien conocidos y constituyen una galería de “perdedores” que son objeto de las peores burlas por parte del resto de los compañeros. Esa forma casi de comic con el que están trazados es tan autoconsciente, que se evidencia hasta en el vestuario. Las porristas y la profesora de gimnasia nunca aparecen si no es con sus uniformes. La profesora no se saca el conjunto Adidas ni siquiera en su casa, ni para la audición en el teatro o para la alfombra roja.

La historia nos cuenta los esfuerzos de un profesor de español que además dirige la actividad extracurricular del coro, que en términos americanos no es un coro como lo conocemos aquí (un grupo de gente cantando fijos en unas gradas canciones cultas), sino más bien canciones populares cantadas y bailadas, a la manera de las películas musicales de los años 50, o a la manera de la “Fama” de los 80. Pero allí terminan las semejanzas con estos géneros.

Todos los integrantes encuentran en el coro (“Glee”) una identidad, algo de lo que sentirse parte, y un lugar en el que son reconocidos por algún talento. Lo sé: así contado dan ganas de decir “no, gracias, ahórrenme la pesadilla” de una “lección de vida” donde discapacitados y marginados por la sociedad encuentran por fin en el arte un camino de autorrealización y seguramente, al final, logran el aplauso público y la admiración ajena. Para eso tenemos localmente la excelente película de Leon Gieco (Mundo Alas, Argentina, 2009). Pero no, “Glee” tampoco es eso. Los perdedores no ganan al final la estima del resto de los estudiantes, no ganan tampoco el concurso. A los ojos de los demás, siguen siendo perdedores.

Hay personajes capaces de las peores canalladas, e incapaces de la más mínima ternura o emoción. Hay corrección política y hay argumentaciones disparatadas sobre el sinsentido de alentar esperanzas en chicos que luego no encontrarán afuera lugar para sus sueños. Hay buenos muy buenos. Hay malos muy malos. Hay algunos que oscilan. Hay porristas espías, hay una embarazada que es la presidente del Club del Celibato. Hay un padre muy tosco amante del fútbol que termina defendiendo contra viento y marea el derecho de su hijo a elegir su sexualidad. Hay un futbolista muy popular que canta pero no baila, un oriental que baila como los dioses y una oriental tímida y dark, y un adolescente que se descubre gay y una negra que canta como las negras. Entre los adultos, la galería nos muestra una orientadora vocacional obsesivo-compulsiva, virgen y exquisitamente tierna, que está platónicamente enamorada del director del coro, un entrenador de fútbol enamorado de ella, un director indio cuya única preocupación es distribuir el escaso dinero del presupuesto escolar y que no se conozcan sus aventuras amorosas. Hay una profesora de las porristas obsesionada por los trofeos y por ganar, esposas que simulan embarazos y alumnas que los ocultan. Hay mucho más. Hay algo extraño que hace que así como “Glee” parece etiquetar y clasificar fácilmente a sus personajes, pero después los matiza, en un movimiento de similar dirección y sentido, hace que nosotros como espectadores estemos tentados de clasificar a la serie, pero finalmente nos resulte imposible.

Trata como “Entre los Muros”, (comentada en otro artículo), del tema de la integración o la discriminación del diferente, contextualizado en un colegio secundario. En aquella película (Francia, Dir: Laurent Cantet, 2008) el tono elegido para seguir la historia era mínimo, poco gestual, dejando que la cámara retrate los diálogos en crudo, sin banda sonora siquiera. También allá el ojo del espectador se identifica con la mirada de uno de los profesores, que defiende a los diferentes y encarna dentro de un cuerpo docente cuanto menos heterogéneo, lo políticamente correcto, aunque a veces se equivoque y muestre que también es humano, y que lo impecablemente correcto es imposible. En “Glee”, el tono es exactamente el contrario. Como en la comparación entre la película francesa y “Avatar”, volvemos a estar frente a la mirada de Europa y EE.UU frente a lo mismo. En “Entre los muros”, todo es dicho con la cámara observando a los personajes en su cotidianeidad, siguiéndolos en planos cerrados y casi asfixiantes, sin música. Transmite la asfixia de una situación sin salida. Lo logra. En “Glee” todo es brillo, canción, coreografía, todo está armado, producido para el deleite y puesto para la emoción. Lo logra.

Y lo paradójico es que precisamente lo hace, haciéndonos olvidar las etiquetas, en una actitud genuinamente post-postmoderna. Ya no importa ni siquiera la ironía. Ya podemos nadar en las aguas de la emoción que provoca una canción popular sin sonrojarnos (actitud posmoderna) y sin siquiera preguntarnos desde qué lectura lo estamos viendo. Sólo alegría, entretenimiento genuino, puro disfrute, de los sentidos y del corazón.