EE.UU. Serie de TV, Fox, Temporada 1: 2009. Temporada 2: Actualmente en el aire.
Creadores: Ian Brennan, Brad Falchuk, Ryan Murphy
Reparto: Lea Michele, Jane Lynch, Amber Riley, Kevin McHale, Cory Monteith, Matthew Morrison y otros
Después de la entrada anterior, que intentaba ser un análisis de las causas del furor por las series de televisión en los Estados Unidos (y en el resto del mundo globalizado, por extensión), me meto ahora con una de ellas, “Glee”.
La primera vez que la ví, incentivada por amigos y familiares depositarios de mi confianza en temas cinematográficos, mi pregunta fue “esto es en serio o es irónico?”
No podía encasillar la serie en ninguna de las dos. Para ser en serio, era demasiado naif, y para ser irónica, era demasiado emocionante… Así que decidí dejar la pregunta entre paréntesis y entregarme a su espectáculo, sin etiquetas ni clasificaciones.
Y si, es inclasificable. Es una comedia musical, pero eso no dice mucho porque no lo es a la manera tradicional, sino que redefine el género. No es una película de colegio secundario americano, a pesar de estar ambientada en uno de ellos. Esto porque los conflictos no son sólo los de los alumnos sino también los de algunos de los profesores. Los personajes están dibujados con trazo bien grueso, aparecen delineados dentro de clichés bien conocidos y constituyen una galería de “perdedores” que son objeto de las peores burlas por parte del resto de los compañeros. Esa forma casi de comic con el que están trazados es tan autoconsciente, que se evidencia hasta en el vestuario. Las porristas y la profesora de gimnasia nunca aparecen si no es con sus uniformes. La profesora no se saca el conjunto Adidas ni siquiera en su casa, ni para la audición en el teatro o para la alfombra roja.
La historia nos cuenta los esfuerzos de un profesor de español que además dirige la actividad extracurricular del coro, que en términos americanos no es un coro como lo conocemos aquí (un grupo de gente cantando fijos en unas gradas canciones cultas), sino más bien canciones populares cantadas y bailadas, a la manera de las películas musicales de los años 50, o a la manera de la “Fama” de los 80. Pero allí terminan las semejanzas con estos géneros.
Todos los integrantes encuentran en el coro (“Glee”) una identidad, algo de lo que sentirse parte, y un lugar en el que son reconocidos por algún talento. Lo sé: así contado dan ganas de decir “no, gracias, ahórrenme la pesadilla” de una “lección de vida” donde discapacitados y marginados por la sociedad encuentran por fin en el arte un camino de autorrealización y seguramente, al final, logran el aplauso público y la admiración ajena. Para eso tenemos localmente la excelente película de Leon Gieco (Mundo Alas, Argentina, 2009). Pero no, “Glee” tampoco es eso. Los perdedores no ganan al final la estima del resto de los estudiantes, no ganan tampoco el concurso. A los ojos de los demás, siguen siendo perdedores.
Hay personajes capaces de las peores canalladas, e incapaces de la más mínima ternura o emoción. Hay corrección política y hay argumentaciones disparatadas sobre el sinsentido de alentar esperanzas en chicos que luego no encontrarán afuera lugar para sus sueños. Hay buenos muy buenos. Hay malos muy malos. Hay algunos que oscilan. Hay porristas espías, hay una embarazada que es la presidente del Club del Celibato. Hay un padre muy tosco amante del fútbol que termina defendiendo contra viento y marea el derecho de su hijo a elegir su sexualidad. Hay un futbolista muy popular que canta pero no baila, un oriental que baila como los dioses y una oriental tímida y dark, y un adolescente que se descubre gay y una negra que canta como las negras. Entre los adultos, la galería nos muestra una orientadora vocacional obsesivo-compulsiva, virgen y exquisitamente tierna, que está platónicamente enamorada del director del coro, un entrenador de fútbol enamorado de ella, un director indio cuya única preocupación es distribuir el escaso dinero del presupuesto escolar y que no se conozcan sus aventuras amorosas. Hay una profesora de las porristas obsesionada por los trofeos y por ganar, esposas que simulan embarazos y alumnas que los ocultan. Hay mucho más. Hay algo extraño que hace que así como “Glee” parece etiquetar y clasificar fácilmente a sus personajes, pero después los matiza, en un movimiento de similar dirección y sentido, hace que nosotros como espectadores estemos tentados de clasificar a la serie, pero finalmente nos resulte imposible.
Trata como “Entre los Muros”, (comentada en otro artículo), del tema de la integración o la discriminación del diferente, contextualizado en un colegio secundario. En aquella película (Francia, Dir: Laurent Cantet, 2008) el tono elegido para seguir la historia era mínimo, poco gestual, dejando que la cámara retrate los diálogos en crudo, sin banda sonora siquiera. También allá el ojo del espectador se identifica con la mirada de uno de los profesores, que defiende a los diferentes y encarna dentro de un cuerpo docente cuanto menos heterogéneo, lo políticamente correcto, aunque a veces se equivoque y muestre que también es humano, y que lo impecablemente correcto es imposible. En “Glee”, el tono es exactamente el contrario. Como en la comparación entre la película francesa y “Avatar”, volvemos a estar frente a la mirada de Europa y EE.UU frente a lo mismo. En “Entre los muros”, todo es dicho con la cámara observando a los personajes en su cotidianeidad, siguiéndolos en planos cerrados y casi asfixiantes, sin música. Transmite la asfixia de una situación sin salida. Lo logra. En “Glee” todo es brillo, canción, coreografía, todo está armado, producido para el deleite y puesto para la emoción. Lo logra.
Y lo paradójico es que precisamente lo hace, haciéndonos olvidar las etiquetas, en una actitud genuinamente post-postmoderna. Ya no importa ni siquiera la ironía. Ya podemos nadar en las aguas de la emoción que provoca una canción popular sin sonrojarnos (actitud posmoderna) y sin siquiera preguntarnos desde qué lectura lo estamos viendo. Sólo alegría, entretenimiento genuino, puro disfrute, de los sentidos y del corazón.
La primera vez que la ví, incentivada por amigos y familiares depositarios de mi confianza en temas cinematográficos, mi pregunta fue “esto es en serio o es irónico?”
No podía encasillar la serie en ninguna de las dos. Para ser en serio, era demasiado naif, y para ser irónica, era demasiado emocionante… Así que decidí dejar la pregunta entre paréntesis y entregarme a su espectáculo, sin etiquetas ni clasificaciones.
Y si, es inclasificable. Es una comedia musical, pero eso no dice mucho porque no lo es a la manera tradicional, sino que redefine el género. No es una película de colegio secundario americano, a pesar de estar ambientada en uno de ellos. Esto porque los conflictos no son sólo los de los alumnos sino también los de algunos de los profesores. Los personajes están dibujados con trazo bien grueso, aparecen delineados dentro de clichés bien conocidos y constituyen una galería de “perdedores” que son objeto de las peores burlas por parte del resto de los compañeros. Esa forma casi de comic con el que están trazados es tan autoconsciente, que se evidencia hasta en el vestuario. Las porristas y la profesora de gimnasia nunca aparecen si no es con sus uniformes. La profesora no se saca el conjunto Adidas ni siquiera en su casa, ni para la audición en el teatro o para la alfombra roja.
La historia nos cuenta los esfuerzos de un profesor de español que además dirige la actividad extracurricular del coro, que en términos americanos no es un coro como lo conocemos aquí (un grupo de gente cantando fijos en unas gradas canciones cultas), sino más bien canciones populares cantadas y bailadas, a la manera de las películas musicales de los años 50, o a la manera de la “Fama” de los 80. Pero allí terminan las semejanzas con estos géneros.
Todos los integrantes encuentran en el coro (“Glee”) una identidad, algo de lo que sentirse parte, y un lugar en el que son reconocidos por algún talento. Lo sé: así contado dan ganas de decir “no, gracias, ahórrenme la pesadilla” de una “lección de vida” donde discapacitados y marginados por la sociedad encuentran por fin en el arte un camino de autorrealización y seguramente, al final, logran el aplauso público y la admiración ajena. Para eso tenemos localmente la excelente película de Leon Gieco (Mundo Alas, Argentina, 2009). Pero no, “Glee” tampoco es eso. Los perdedores no ganan al final la estima del resto de los estudiantes, no ganan tampoco el concurso. A los ojos de los demás, siguen siendo perdedores.
Hay personajes capaces de las peores canalladas, e incapaces de la más mínima ternura o emoción. Hay corrección política y hay argumentaciones disparatadas sobre el sinsentido de alentar esperanzas en chicos que luego no encontrarán afuera lugar para sus sueños. Hay buenos muy buenos. Hay malos muy malos. Hay algunos que oscilan. Hay porristas espías, hay una embarazada que es la presidente del Club del Celibato. Hay un padre muy tosco amante del fútbol que termina defendiendo contra viento y marea el derecho de su hijo a elegir su sexualidad. Hay un futbolista muy popular que canta pero no baila, un oriental que baila como los dioses y una oriental tímida y dark, y un adolescente que se descubre gay y una negra que canta como las negras. Entre los adultos, la galería nos muestra una orientadora vocacional obsesivo-compulsiva, virgen y exquisitamente tierna, que está platónicamente enamorada del director del coro, un entrenador de fútbol enamorado de ella, un director indio cuya única preocupación es distribuir el escaso dinero del presupuesto escolar y que no se conozcan sus aventuras amorosas. Hay una profesora de las porristas obsesionada por los trofeos y por ganar, esposas que simulan embarazos y alumnas que los ocultan. Hay mucho más. Hay algo extraño que hace que así como “Glee” parece etiquetar y clasificar fácilmente a sus personajes, pero después los matiza, en un movimiento de similar dirección y sentido, hace que nosotros como espectadores estemos tentados de clasificar a la serie, pero finalmente nos resulte imposible.
Trata como “Entre los Muros”, (comentada en otro artículo), del tema de la integración o la discriminación del diferente, contextualizado en un colegio secundario. En aquella película (Francia, Dir: Laurent Cantet, 2008) el tono elegido para seguir la historia era mínimo, poco gestual, dejando que la cámara retrate los diálogos en crudo, sin banda sonora siquiera. También allá el ojo del espectador se identifica con la mirada de uno de los profesores, que defiende a los diferentes y encarna dentro de un cuerpo docente cuanto menos heterogéneo, lo políticamente correcto, aunque a veces se equivoque y muestre que también es humano, y que lo impecablemente correcto es imposible. En “Glee”, el tono es exactamente el contrario. Como en la comparación entre la película francesa y “Avatar”, volvemos a estar frente a la mirada de Europa y EE.UU frente a lo mismo. En “Entre los muros”, todo es dicho con la cámara observando a los personajes en su cotidianeidad, siguiéndolos en planos cerrados y casi asfixiantes, sin música. Transmite la asfixia de una situación sin salida. Lo logra. En “Glee” todo es brillo, canción, coreografía, todo está armado, producido para el deleite y puesto para la emoción. Lo logra.
Y lo paradójico es que precisamente lo hace, haciéndonos olvidar las etiquetas, en una actitud genuinamente post-postmoderna. Ya no importa ni siquiera la ironía. Ya podemos nadar en las aguas de la emoción que provoca una canción popular sin sonrojarnos (actitud posmoderna) y sin siquiera preguntarnos desde qué lectura lo estamos viendo. Sólo alegría, entretenimiento genuino, puro disfrute, de los sentidos y del corazón.