Intersecciones entre cine e historia, o entre cine y teatro.
El arca rusa
Titulo original: Transliterado como "Russkiy kovcheg"
Rusia y Alemania, 2002,
Drama, 96 minutos.
Director:Alexander Sokurov
Cámara: Tilman Bütner
Imagínese que Ud. quiere filmar 300 años de historia rusa y quiere ambientar la película en el Museo Hermitage, de San Petersburgo. Imagínese que le dicen que sólo puede filmar un día durante cuatro horas. Imagínese que sólo tiene una cámara Sony de alta definición. Imagínese que tiene 2000 actores y un vestuario sin límites.
El resultado es una película que habla desde la forma. Una película monumental, inusual, aburrida, divertida, larga, breve, extraña. Todo al mismo tiempo.
No en vano casi todas las críticas comienzan hablando de un hecho formal, que en otros films pasa más o menos inadvertido: la edición. Es que en El Arca Rusa no hay edición. Todo se filmó en una sóla, magnífica, eterna toma de 96 minutos. Por eso cito arriba el nombre del camarógrafo, de quien en otras películas ni nos preocupamos. Él sostuvo la steadycam Sony de alta definición y fue delante de él que se movieron en un baile acompasado y sin errores los 2000 actores, entrando y saliendo de escena de una manera milimétricamente calculada. No era posible ninguna equivocación, y a medida que la grabación avanzaba, la apuesta se iba redoblando. Este suspenso que es el de la filmación misma y no el del hilo narrativo que se cuenta (que prácticamente no existe, advirtámoslo a quien vaya esperando encontrarse una historia) tiene la particularidad de que nos hace retener el aliento de la misma manera que cuando miramos una de esas parejas tejiendo complicadas coreografías de baile sobre patines, esperando ser testigos de una vergonzosa caída. ¿Qué pasa si el extra se equivoca, si alguien mira la cámara, si el paso de baile sale mal? Nada de ello sucede (no que se note a simple vista, al menos). Los meses de ensayo tuvieron su premio y el frío día de diciembre en que el Hermitage hospedó la epopeya de la filmación vio a los 2000 actores desfilar exitosamente, con la misma exquisita coordinación que en el baile final que retrata la película.
El asunto del plano secuencia único se inscribe en una tradición cinematográfica de la que participaron a través de su manera de filmar muchos cineastas: Alfred Hitchcock, Max Ophuls y Orson Welles experimentaron con esta forma particular de narrar. Por el otro lado, dentro del cine clásico, Eisenstein es conocido por su manejo de la edición casi en un sentido opuesto. El debate originario tenía que ver también con la discusión sobre lo específico del lenguaje cinematográfico como opuesto al teatral, puesto que en aquél lo propio es la ruptura de la unidad de tiempo y espacio mientras que en el teatro lo propio (clásicamente al menos) es mantenerla. Sin embargo, Sokurov nos muestra algo parecido a una obra teatral contada cinematográficamente, donde no existe la unidad de tiempo ni de espacio, donde los actores entran y salen de forma calculadamente informal, donde se recorren salpicadamente trescientos años de historia rusa con idas y vueltas en el tiempo, con entradas y salidas, con puertas que se abren y se cierran, y donde el narrador-cámara nos va introduciendo en cada estancia del museo a través de sus ojos.
Los personajes que hacen el contrapunto de la narración son dos: uno fuera de cámara, que se supone el mismo director Sokurov, y otro, un marqués francés (Sergey Dreiden), que desde el Congreso de Viena (1815) se ha caído en el tiempo y en el espacio como en un sueño, y confiesa no entender por qué está en Rusia en esta época ni por qué habla en ruso. Ambos personajes entablan un diálogo que se sostiene a lo largo de todo el film. El personaje representado por la mirada misma de la cámara, cuya voz escuchamos pero cuyo rostro no vemos nunca, encarna a Rusia, mientras que el diplomático francés encarna a Europa. Entre ambos, la conversación contiene muchas veces líneas irónicas que especulan sobre el ser del pueblo ruso, casi con una visión desilusionada similar a que tenemos muchas veces los argentinos al mirarnos a nosotros mismos: un pueblo que alguna vez pudo/supo ser europeo, que en algún momento en este siglo se cayó de la senda y perdió el rumbo, pero cuyas añoranzas por el pasado perdido persisten.
Presenciamos escenas familiares de los zares, escenas protocolares, recorridas por el arte, bailes. Muchos personajes históricos y simbólicos desfilan (Catalina II, Pedro el Grande, Nicolás II, Anastasia, la guía ciega, el director de orquesta, el mismo director actual del Museo).
Hay momentos de gran tristeza: El baile final retrata el Gran Baile Real de 1913, el último antes de la Gran Guerra, antes de la Revolución, antes de todo. El último baile. Y son estas escenas con las que se cierra la película las que –a mi juicio- valen por sí mismas la visión de un film que ciertamente no puede compararse con ningún otro y cuya visión no es amable ni fácil. La melancolía que transmite ver a los asistentes al Gran Baile desconcentrándose sin saber lo que les esperaba como individuos, como clase, como nación, bajando todos juntos por las monumentales escaleras, entre murmullos, violines y trajes crujiendo, haciendo planes para ir a cenar fuera, organizando aspectos cotidianos como si el siglo XIX no hubiera terminado y como si la guerra, la revolución, la violencia, la esperanza, la dictadura, la miseria y la muerte no los estuviera esperando a la vuelta de la esquina. Y la voz de Rusia (el director Sokurov) que le dice a la voz de Francia (el marqués) un diálogo que no retuve exactamente pero cuyo sentido era como sigue:
-Me acompañas?
-Hacia dónde? Qué hay por delante?
–No lo sé.
-No, no te seguiré. Prefiero quedarme aquí.
-Bueno. Adiós, Europa.
-Adiós
La sensación al prenderse las luces es de leve angustia: la pregunta que flota va más allá de la historia rusa y puede transmitirse a la humanidad entera: ¿cómo saber cuándo estaremos asistiendo al último gran baile del siglo XX?
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